Cuando la tarde
se cansa de levantar al sol
y sostener la vida
a pesar de los intentos
suicidas
de los hombres,
recuesta
su cabeza
sobre la seca pradera,
que antiguamente fuera
verde oferta de granos.
Hasta los pájaros se apagan,
como si el canto
no quisiera parecer una burla,
ni tampoco un responso.
Sin embargo,
la humanidad no escucha
este silencio pavoroso,
cargado de presagios.
La humanidad ve
pero no mira,
no se detiene a observar las señales,
irrefutables,
del final de la vida.
Sólo el sol crece día a día.
Arde.
Sus llamaradas queman
los débiles latidos
de la naturaleza.
Y los hombres no escuchan,
ni miran,
ni presienten la muerte
que ellos mismos crearon.
Sólo el sol quedará escupiendo fuego
para nadie,
como un dios solitario
sobre un seco
planeta,
agotado
y silente.